La fe que mueve montañas…
Hace unos meses estaba participando en un grupo de desarrollo personal y el profesor nos preguntaba qué era lo que nos hacía no decaer en los momentos duros.
Cómo hacíamos para no caer sin remedio cuando algún asunto complejo ocupaba más espacio de la cuenta en nuestra mente.
Nos pedía reflexionar sobre la linea de nuestra vida, fijando nuestra atención en aquellas etapas duras y en cuales habían sido nuestros puntos de apoyo.
Mi respuesta fue inmediata, la fe.
La fe es mi linea de vida, es lo que me sostiene.
Es a lo que me siento atada no como algo que limita si no todo lo contrario, como algo que me libera.
¿qué es para mí la fe? Es algo que va más allá de una creencia, no es una sensación, tampoco es un concepto elaborado, la fe es algo a lo que no puedo poner palabras.
Porque entonces se diluye.
Mi fe es una certeza.
Es algo a lo que me debo. Y que ocurre en mi interior desde muy pequeña, sin forzarlo.
Es algo que me hace sentirme diminuta y a la vez enorme.
Es contener todo lo que nos rodea y al mismo tiempo sentirme parte de ello.
La fe es como una energía conectiva.
Y para ti ¿qué es la fe?
A los diez años tuve mi primera experiencia mística, ocurrió en la montaña. Tuve una visión, un ¿recuerdo? De una época pasada en la que claramente vi un hombre ataviado con una túnica blanca anudada con un cinturón de cuerda y sobre el filo de una gran roca oteaba el horizonte… puedes pensar que a quien realmente vi fue a un cabrero… pero te aseguro que los cabreros no van de esa guisa 🙂 Tampoco vi a alguien que pasaba por allí, digamos que lo vi con los ojos de mi alma. Fue una visión en toda regla.
Cuando quise enfocar mis ojos para ver lo que estaba “viendo” desapareció.
Ya por aquel entonces, que tendría yo unos 10 añillos me encantaba ir los domingos a misa con mis abuelos. Me hacía sentir especial, el olor, los colores de las vidrieras, la letanía de los rezos, y sobre todo la contención de todos los feligreses en su gran mayoría adultos que durante la hora que duraba la liturgia se despojaban de sus personajes y armonizaban con el contexto y la introspección.
Ya por aquel entonces, también me encantaba por las noches hablar con Dios. Lo consideraba un amigo incondicional. Le contaba mis cosas, le pedía ayuda, consejo, protección y yo a cambio le ofrecía lo único que podía darle, mi devoción en forma de buenos comportamientos: ayudar y no hacer el mal a otros.
Curiosamente cuando hice mi primera comunión dejé de ir tanto a misa y empezaron las primeras dudas sobre la religión, por qué el mundo es un lugar lleno de injusticia, por qué Dios no hace nada para remediarlo… y eso desembocó en una crisis espiritual en la que mi enfado con dios casi me hizo renegar.
A los 12 años me volví a reconciliar con ¿él? Le pedí perdón por haber dudado de su grandeza y reconocí que el mal no lo hace dios si no algunos humanos. Y que por más que dios quisiera evitarlo, aquello no estaba bajo su control. Más aún teniendo en cuenta que es en nombre de algunas religiones que se cometían las mayores aberraciones.
Cada persona es libre de decidir hacer el bien o hacer el mal. El libre albedrío de cada persona no es algo que ninguna fe pueda modificar. Incluso, hay personas muy buenas que no responden a ninguna categoría de fe, si no de moralidad natural, es su ética personal. Los valores superiores, de bondad, respeto, etc no pertenecen a ninguna religión, de hecho es de lo que las religiones se han querido apoderar, pero esa tendencia innata hacia el bien no tiene copy right.
Entré de lleno a mis 16 años en mi etapa de rebeldía adolescente en la que no creía en Nada, solo me interesaba en la filosofía en la búsqueda de respuestas a las preguntas universales ¿quienes somos? ¿de donde venimos? ¿a donde vamos? Y ahí una vez más me volví a desapegar de mi fe, y solo quería datos demostrables, hechos palpables.
Mi dios se había vuelto a quedar solo.
Ahora desde la lejanía que dan los años, reconozco que esa llama no llegaba a apagarse del todo… y a veces recurría a ella exigiendo que me diera señales, que me enviara algo que me hiciese creer de nuevo y de una forma distinta. Estaba hambrienta de argumentos irrefutables, necesitaba consolidar aquello que de niña experimentaba sin vacilar y que ahora se tambaleaba. Estaba empezando mi verdadera búsqueda espiritual. Aquella que ya no se desatara nunca más, por más que se aflojaran las cuerdas…
Y seguí leyendo, investigando… a veces eran pequeños guiños del ¿destino? En forma de libro que aparecía en casa de un familiar, pero que parecía como si alguien lo hubiese puesto justo ahí para que yo lo encontrara. Otras veces eran personas que en su discurso me mostraban su propia búsqueda, también llena de dudas pero con más certezas de las que yo contaba en esa época.
Y fue con 21 años ya más apaciguada con mi fe, con mi forma de hablar con dios y con menos rechazo hacia lo divino, que apareció una mujer que lo cambió todo. Fue la primera vez, de muchas que continúan ocurriendome, en la que experimenté una Unión mística con el universo. Fue alucinante.
Y así continuó el suma y sigue. Aprendiendio y practicando a través de diferentes grupos con distintos enfoques. Incluída la ciencia, que ya a día de hoy atisba poder explicar esta corriente eléctrica que nos mantiene unidos a una fuente primigenia de la que un día salió una partícula que terminó por consolidarse como materia que da forma a lo que somos.
A lo que soy. Un ser vivo con conciencia de sí misma.
Espero ver el momento en que la ciencia argumente el mayor de los misterios, al que solo nos vamos acercando y una pregunta nos lleva a otra, y cada respuesta nos abre a una nueva pregunta.
La fe es individual. Mi manera de vivirla es única, igual que la de cada persona.
No hay dogmas.
A mis 44 años me defino como una mujer de fe.
Que ya no alberga ninguna duda.
SOLO CERTEZA.