de las flores a la mente
A los 17 años empecé a tener experiencias laborales.
Fue en un vivero, solo se trabajaba una especie, la Violeta Africana. Producción en cadena y exportación a punta y pala. Solo personal femenino. Ahí estuve dos veranos. Con horario de fabrica, entraba a las siete de la mañana, mi tía me levantaba a a las seis, y se salía a las tres de la tarde, de lunes a viernes. Fue la mejor decisión que pudo tomar mi madre para hacerme valorar lo importante de tener estudios.
En los veranos de la carrera y el año después de acabar, fue la hostelería. Camarera. Se aprende mucho y no de psicología… Se aprende a aguantar, a obedecer sin rechistar. Es el trabajo peor valorado que conozco. Me llevo mi entrenamiento en resistencia mental.
Hablando de resistencia, esta vez física, trabajé vendimiando uvas durante 21 días. A los años volví a tener el campo como oficina y al sol como encargado, recolectando castañas tres semanas. Machaca el cuerpo a quien se dedica a eso toda la vida.
Cuando mejor me lo he pasado ha sido en las ocasiones que he sido animadora de fiestas infantiles. Solo es tiempo de jugar y de reír.
Como monitora, tuve la oportunidad de desarrollar mis funciones con tres colectivos muy dispares y de los que he aprendido una barbaridad. Adolescentes con su grito al carpe diem. Tercera edad con su silencio sabio. Personas con trastornos psiquiátricos graves, con la palabra ayuda fijada en la mirada.
Y por fin llegó mi total dedicación a lo que más amo hacer, trabajar con personas desde un contexto terapéutico. Es algo que me llena. Es una enorme responsabilidad. Es mi regalo, mi recompensa.
Agradezco la confianza que depositan en mí mis clientes.
Saben que cuentan conmigo y como les suelo decir… «cuanta menos falta te haga mejor»…
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